jueves, 9 de septiembre de 2010

Helados y sorbetes durante el asedio (1)

Por Manuel J. Ruiz Torres

Probablemente una de las imágenes más sorprendentes del asedio de Cádiz es la que ofreció el Conde de Toreno, recogida más tarde por Ramón Solís, sobre la abundancia de nieve en la ciudad, como medida de la variedad y cantidad de víveres de los que disfrutó Cádiz durante su encierro: “ni la nieve faltaba traída por mar de montañas distantes para hacer sorbetes y aguas heladas” . Hasta la invención del hielo industrial, con las primeras máquinas de Tellier, en 1870, el enfriamiento de alimentos y la elaboración de productos y bebidas heladas dependían de la nieve natural. Durante siglos se fue perfeccionando un sistema para mantener y transportar la nieve en su estado de congelación, desde las montañas hasta el punto de venta al consumidor, las neverías, cafés, confiterías, botillerías y otros establecimientos. Sabemos que, en aquellos años del asedio, llegó nieve a Cádiz desde un lugar tan alejado como Alicante, una ciudad que creó una ruta estable de este comercio con la isla de Mallorca y el norte de África. No han de extrañar estos desplazamientos pues, en ese mismo siglo XIX, se conseguiría trasladar nieve de los Alpes hasta Buenos Aires, a través del puerto de Génova; como también se llevó el hielo de lagos noruegos hasta Inglaterra.


Pozo de nieve en Torrecilla (Málaga)

Sin entrar en demasiados detalles, que se salen de la intención de este trabajo, ese sistema almacenaba la nieve, prensada entre capas de paja, en construcciones de piedra, cubiertas y situadas a la sombra, los pozos de nieve. El transporte se realizaba de noche, en carros, cubierta la nieve con paja, mantas o sacos, almacenándose en otros pozos, si era necesaria más de una etapa para llegar a destino. Los barcos reproducirían ese mismo sistema que, lógicamente, producía grandes pérdidas. Cuenta Adolfo de Castro que, en Cádiz, se le llamó plazuela de los Pozos de la Nieve, nombre que conserva en la actualidad, al lugar donde estaban antiguamente los depósitos de la nieve para abasto de la ciudad .


Esquema de un pozo de nieve

Esa nieve podía emplearse directamente, como veremos, o bien utilizarse como medio para conseguir enfriar o congelar los ingredientes de los distintos helados y líquidos fríos. En aquella época ya se conocían otros métodos químicos para conseguir este efecto sin emplear nieve. En un libro miscelánea sobre consejos prácticos, Secretos de artes liberales y mecánicas, de 1814, se habla de cómo se pueden enfriar, durante dos horas, frascos de agua o vino en verano, introduciendo estos frascos en un cubo lleno de agua con un trozo de azufre . En otro libro, Recreación filosófica, de 1803, se recomienda el empleo de muriate de amóniaca [cloruro amónico] como sustituto de la nieve para enfriar rápidamente el agua hasta diez grados y medio .

Con todo, el método más habitual de enfriamiento se basaba en el descenso del punto de congelación del agua cuando se le añade alguna sal, una propiedad física conocida desde finales del siglo XVI. En 1801, en uno de los Semanarios de Agricultura y Artes dirigidos a los párrocos, un proyecto que intentaba de llevar la ilustración al medio rural, se informa que “de la mezcla de la nieve y la sal resulta una temperatura de ocho o diez grados bajo cero”. Aprovechando esta baja temperatura, se diseñaron unas máquinas, las garapiñeras, para enfriar o congelar alimentos.


Garrapiñera, en el Museo de Artes Tradicionales de Sevilla

Describe Juan de la Mata, en su Arte de repostería, esas garapiñeras, que podían ser de estaño, de cobre, de lata estañada o de vidrio. El tamaño del recipiente debía ser proporcional a la cantidad de producto a enfriar en ese momento, para mejor aprovechar la capacidad de la mezcla enfriadora.

“Ha de superar el cubo a la garapiñera, que ha de tener su tapadera del mismo metal, seis dedos; y en el ámbito tendrá de hueco un dedo, poco más, para poder introducir la nieve por debajo, arriba, y por todos lados; nunca se llena del todo la vasija; y si tiene cuello, poco antes de llegar a él; la nieve que corresponde a cada cuartillo de bebida [0,5 litros], es una libra [460 g], y un puñado de sal.
Se echará la nieve y sal todo molido, y revuelto con ella, porque es el que congela las bebidas; hecho esto, a causa de que pueda evacuar el agua de la nieve, deberá tener la frasquera o cubo un agujerito por donde salga el agua, cuando se conozca perjudicial, meneándolas para que se hielen; habiendo descubierto las garapiñeras, se quebrantará aquel primer hielo que se nota, meneando la bebida por los costados de la garapiñera para despegar el hielo alrededor, y encima, para que por todos lados se hiele y trabaje; esto ejecutado, un cuarto de hora antes de servir las bebidas se registrarán de nuevo, reconociéndolas para ver si están bien trabadas del hielo; si no se volverán a aumentar de nieve y sal, del modo dicho”


En el modelo de garapiñera que describe Altamiras, en su Nuevo Arte de Cocina, se concreta el papel de esas cucharas para trabajar las bebidas:

“y tendrás cuidado de darle alguna vuelta [a la nieve] con una paleta de carrasca, porque se asuela, pegándose al suelo, y paredes, y se hiela mucho” .


Esquema de una garrapiñera

Estas dos citas sugieren que, en modelos más antiguos de garapiñeras, ese movimiento del líquido a enfriar se hacía manualmente, mientras en las más modernas se mecaniza con el empleo de palas móviles. Es un modelo de heladera que, en lo básico, se ha mantenido hasta bien avanzado el siglo XX. El profesor Martínez Pons describe estas heladeras tradicionales y cómo se fabricaban los helados:

“una base, normalmente de leche, a la que se agregaba algo de grasa, nata por ejemplo, y algún aroma, que se echaba dentro de un recipiente cilíndrico de metal al que se acoplaban una paletas. El conjunto se metía en una tina de madera en la que se vertía hielo machacado y sal. Se ajustaba el engranaje y ¡hale!, a dar vueltas” .

También era importante el material metálico de la garapiñera. Pocos años después a los de nuestro estudio, en 1822, se aconsejan las de estaño mejor que las de hojalata en el libro La Nueva Cocinera:

“En las de hojalata se hace más pronto el helado pero esta misma razón es la que nos hace despreciarlas, porque helándose muy pronto ser ponen ásperos y llenos de pedazos de hielo duro semejantes al granizo (…) las sorbeteras de estaño tienen sobre las otras la ventaja de conservarse en buen estado mucho tiempo, y no helándose repentinamente la crema que se echa en ellas sino muy poco a poco, resulta un helado más dulce, igual y agradable” .

De este material, “estaño fino”, son las “sorbeteras grandes”, que también se llamaba así la máquina heladora, que compró el confitero gaditano José Cosi para preparar los helados que quiso dar para celebrar la jura del rey Fernando VII, en 1808. Por el mismo documento, sabemos que esos helados se mantenían en una estufa de cobre con una tina, un tipo de fresquera.

Con estas garapiñeras se elaboraban, en la época del Cádiz de las Cortes, los distintos productos helados que, por su creciente complejidad y su textura, podemos clasificar en tres grupos: las aguas de nieve, los sorbetes y los mantecados. Que iremos viendo en este blog.

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